La educación de jóvenes y adultos es una temática en constante discusión. Las sucesivas crisis, los desplazamientos sociales y las políticas gubernamentales de corte neoliberal interpelan a las instituciones escolares con nuevos desafíos. Natalia Carbajal y Berenice Belmudes, integrantes de la coordinación del Bachillerato Popular “Vientos del Pueblo”, proponen una reflexión en torno al sujeto político de esta modalidad formativa.

Bachillerato Popular Vientos del Pueblo
Usamos la planta baja para inscribir. De repente, hacemos una pausa y observamos: quienes vienen a anotarse no superan los 20 años. Con mucha vergüenza y algunos balbuceos, nos piden que los inscribamos para empezar. Miramos sus papeles y nos damos cuenta de que cursaron la escuela, y en ocasiones, casi la concluyeron. ¿Qué hacen en un bachillerato popular? ¿Cómo llegaron hasta aquí?
Hace muchos años nos dedicamos a acompañar a jóvenes y adultos en su terminalidad secundaria. Tuvimos cursos llenos de personas que necesitaban cerrar asuntos pendientes, estudiar con sus nietos, sanar un recorrido fallido o simplemente obtener los papeles que habían quedado en algún otro lugar lejano, con trámites burocráticos muchas veces impagables. Pero, luego de la pandemia, comenzó una nueva etapa: adolescentes se acercan para preguntar si pueden terminar la secundaria. Desde 2020 nos hacemos una pregunta: ¿Por qué eligen la propuesta que brindamos? ¿Qué tenemos para ofrecerles a las juventudes en contextos tan inciertos?
En las primeras clases, eligen en qué banco sentarse. Apoyan los cuadernos todavía en blanco, listos para iniciar un nuevo año. Exploran el espacio, conocen a sus compañeros y a les profes. Es en ese momento cuando nos encontramos, aprendemos los nombres y descubrimos cómo le gusta a cada une que le nombren. De a poco, la vergüenza se disipa. Entonces, comparten sus sueños y proyectos para cuando terminen los tres años de cursada: “Cuando termine el secundario quiero estudiar enfermería porque me gusta la salud”, dice une. “Lo quiero terminar porque para mí es un sueño tener el título”, cuenta otre. Los sueños de las juventudes se vuelven visibles y toman forma en palabras. Se los escucha y se los mira: ¿La categoría “ni estudian ni trabajan” sigue siendo útil?
Hace algunas clases, un estudiante levantó la mano para compartir la historia de un objeto significativo para él, algo que lo representa y tiene un valor especial: una foto. No se la mostró a sus compañeros, pero sí a su docente. Ellas les habían propuesto una situación de escritura a partir de ese objeto, como parte de un recorrido previamente trazado que, sin embargo, se transforma en cada encuentro, en cada intervención y en cada relato compartido.

Salida didáctica al Congreso de la Nación
Él llegó a nuestra escuela apenas egresado de la primaria de adultos, aunque acababa de cumplir 16 años. Su familia firmó la autorización para que pudiera irse solo a su casa. Ya pasaron tres años y es otro estudiante: se ríe, participa, se integra a un grupo tan diverso como los recorridos y las edades que lo conforman. Al verlo, nos emocionamos. No vemos la hora de poder entregarle el título. ¿Qué hicimos para que tuvieran ganas de?
También expresan sus preocupaciones cuando no pueden asistir a clases. Con cierta inquietud, nos preguntan si pueden justificar las inasistencias, que muchas veces se deben a tareas de cuidado, a compromisos laborales o, incluso, a que les confiscaron toda la mercadería que llevaban para vender en la calle. A veces, simplemente se “colgaron” y no llegaron. Pero regresan e intentan continuar con la cursada.
La mayoría de nuestros estudiantes trabaja en la informalidad o se encuentra desempleada. Contar con el título secundario es, en muchos casos, un requisito para acceder a empleos en mejores condiciones. Quisiéramos poder asegurarles que ese “papel” transformará sus vidas de manera sustancial, pero no podemos prometerlo. Son múltiples las variables que atraviesan la vida de las juventudes en nuestra ciudad, y nuestros estudiantes no están ajenos a esas dificultades. Aun así, desean recibirse.
La incertidumbre, los requisitos de acceso al empleo formal y la falta de tiempo para estudiar — debido a trabajos que exigen más horas por una menor paga— hacen que las y los jóvenes busquen cada vez más la posibilidad de acelerar la finalización de sus estudios secundarios y así obtener un título que les abra la puerta a mejores oportunidades. Entonces, ¿no estudian ni trabajan porque no quieren? ¿O las condiciones materiales y simbólicas de ser joven en la actualidad presentan obstáculos difíciles de sortear? ¿Podemos asegurarles que, incluso ingresando a la universidad, tendrán un futuro mejor?
Se vuelve evidente que los intereses de nuestros estudiantes jóvenes van más allá de obtener el tan mencionado y valorado “papel” que certifica la finalización del secundario. ¿Cómo combinar sus realidades con lo que les ofrecemos desde un mundo pensado por y para adultos? Comprender que conviven con exigencias y etiquetas impuestas por la sociedad nos lleva a reconocer una construcción dominante: en la Ciudad de Buenos Aires, ser joven hoy suele asociarse con no querer trabajar ni estudiar.

Fiesta de egresados 2023
Discutimos esta concepción a partir de la experiencia en nuestro bachillerato, donde algunos jóvenes desean y pueden continuar sus estudios porque su historia familiar y sus condiciones socioeconómicas se lo permiten. Otros quieren, pero no pueden; no han contado con la misma suerte. Algunos pueden, pero simplemente no quieren ni trabajar ni estudiar. Y están quienes, con mucho esfuerzo, asumen que deben hacerlo, porque no tienen la opción de no acreditar sus saberes. Sin ese reconocimiento, el futuro se vuelve aún más incierto y abrumador.
El título ofrece una certeza en medio de tanta bruma. Terminar, sin importar cómo ni dónde, resulta fundamental para cerrar el recorrido que comenzó cuando, con apenas 12 o 13 años, finalizaron la primaria y se lanzaron al mundo de las múltiples materias y docentes.
La mirada y la escucha atenta en el aula permiten comprender que cada situación es compleja, situada y debe analizarse en su particularidad. Sin embargo, no podemos tratarlas como casos aislados cuando el trasfondo de muchas historias se repite año tras año. La necesidad de trabajar y el deseo de estudiar se entrelazan con los sueños, pero también con los ritmos reales de una ciudad que exige, excluye y estigmatiza.

Taller de ciencias articulado con la Universidad de Buenos Aires (UBA)
Las conversaciones en el aula con estudiantes de distintas edades reflejan inquietudes y responsabilidades compartidas: “Hoy llegué un poco más tarde porque tuve que quedarme más tiempo en el trabajo”; “Profe, tuve que cuidar a mi hermanito y falté el jueves, ¿me podrías pasar lo que vieron?”; “Tuve un turno médico y llego para la segunda hora”. Estos comentarios son habituales entre quienes asisten al bachillerato, sin importar su edad. Sin embargo, al cruzar la puerta, esas mismas frases se clasifican o minimizan si provienen de alguien joven.
Emociona ver cómo se forma el grupo en el aula con estudiantes de 16, 20, 47 y hasta 60 años. El objetivo es claro: terminar el secundario. Comprenden que se trata de un trabajo colectivo; si alguien falta, otro le pasa la tarea, y cuando alguien no entiende el ejercicio de matemáticas, siempre hay un compañero dispuesto a ayudar. Los estudiantes jóvenes acompañan a los adultos, aprovechan su experiencia reciente en el sistema escolar para fortalecer el aprendizaje. Se comprometen, escuchan a los demás, se involucran y colaboran. Están lejos de ser sujetos atrapados únicamente por las tecnologías o por las dinámicas virtuales.
Entonces, ¿Por qué el contexto histórico los posiciona desde un lugar reduccionista sin contemplar sus proyectos y preocupaciones? ¿Son solo los jóvenes personas sin proyección a futuro ni intereses particulares, que no tienen ganas ni de estudiar ni trabajar? ¿Qué hay de cierto en esto y cuánto es impuesto? ¿Por qué el foco está puesto en la parte negativa y no en las barreras que implica hoy en día ser joven?