Los incidentes en la cancha de Independiente no son un hecho aislado: exponen cómo el “aguante” se transforma en un ritual de humillación y sometimiento entre varones, mientras tanto dirigentes como Patricia Bullrich insisten en recetas punitivas que refuerzan el problema en lugar de enfrentarlo.

El partido entre Independiente y Universidad de Chile por la Copa Sudamericana, que debía ser apenas un encuentro deportivo, terminó convertido en una postal dolorosa de algo mucho más profundo: la violencia en el fútbol como un ritual que excede a la pelota. La represión, los enfrentamientos, los cuerpos humillados, los varones desnudos obligados a pedir perdón ante una multitud. La escena circuló en los medios como un “escándalo deportivo”, pero en realidad habla de la manera en que los varones seguimos aprendiendo a relacionarnos entre nosotros: a través de la fuerza, el sometimiento y la demostración pública de poder.
Como suele ocurrir, los dirigentes y funcionarios salieron rápido a dar explicaciones. El presidente de Independiente, Néstor Grindetti, responsabilizó a “infiltrados violentos” y prometió “mano dura” para evitar nuevos episodios. Por su parte, Patricia Bullrich –siempre lista para capitalizar hechos de inseguridad en clave electoral– reclamó castigos ejemplares y la necesidad de un “orden firme” contra las barras. Ambos discursos se inscriben en la misma lógica: entender la violencia como un problema de individuos “descontrolados” que necesitan represión. Pero esa mirada, además de funcional a sus proyectos políticos, es peligrosa porque se queda en la superficie. Lo que ocurrió en Avellaneda no es un hecho aislado ni una simple “pelea de barras”: es la expresión de una cultura profundamente arraigada, que organiza jerarquías masculinas y se sostiene en prácticas de humillación y dominio.
El aguante como lenguaje de la violencia
Desde hace décadas, investigadores como Eduardo Archetti, Pablo Alabarces o José Garriga Zucal vienen estudiando la llamada “cultura del aguante”. El aguante no se reduce a alentar sin parar ni a acompañar al equipo en las malas. Es un dispositivo cultural donde la masculinidad se pone a prueba: demostrar que uno aguanta la represión policial, que soporta el dolor, que no se deja humillar frente al rival. En esa lógica, el cuerpo del otro –el adversario– se convierte en terreno de disputa: desnudarlo, golpearlo, obligarlo a pedir perdón son formas de marcar superioridad y reforzar la pertenencia a la propia hinchada.
Estas prácticas no surgen de la nada. Garriga Zucal ha mostrado cómo la violencia funciona como un lenguaje social: no es irracionalidad, es una manera de comunicar pertenencia y jerarquía. En la tribuna, el aguante organiza quién manda y quién obedece, quién se convierte en referente y quién queda relegado. Pero además, como señalaba Archetti, el fútbol en Argentina ha sido históricamente un escenario donde se construyen masculinidades: el varón aguerrido, el que no se achica, el que no muestra miedo ni debilidad.
Si seguimos a R.W. Connell, la violencia futbolera es una de las tantas expresiones de la “masculinidad hegemónica”: ese modelo que se sostiene en la dominación de los otros varones, la subordinación de lo femenino y la exclusión de lo diverso. No es casual que las escenas de Avellaneda muestren a hombres obligando a otros hombres a desnudarse, a suplicar, a pedir perdón públicamente. Como señala la antropóloga Mara Viveros Vigoya, muchas veces la masculinidad se construye menos en relación a las mujeres que en oposición a otros varones: humillarlos, someterlos, disciplinarlos.
Esa violencia es un mensaje. Lo explicó con claridad Rita Segato en sus trabajos sobre Ciudad Juárez: la violencia no es solo un daño físico, es un acto de comunicación, un espectáculo destinado a reafirmar poder. No se golpea únicamente para lastimar, se golpea para que otros vean, para que quede claro quién manda y quién debe obedecer.
De ahí que reducir estos episodios a “inadaptados que no saben comportarse” sea no solo insuficiente, sino también funcional a quienes se benefician de un orden social violento. La violencia de las hinchadas no es un problema aislado: es un espejo de cómo los varones aprendemos a ejercer poder sobre otros, en la cancha, en la política o en el trabajo.
Violencia, poder y oportunismo.
Patricia Bullrich aprovechó los incidentes para insistir con su receta de “orden y castigo”, el gobernador Axel Kicillof respondió acusándola de hacer “oportunismo barato” con el dolor ajeno. La escena se repitió en los medios como si se tratara de un clásico más: River-Boca, Bullrich-Kicillof. Pero detrás de ese cruce se esconde un problema serio: la violencia en el fútbol termina usada como chicana partidaria y se reduce a un intercambio de culpas. En lugar de construir un diagnóstico común que interpele la cultura del aguante, las masculinidades violentas y la connivencia política con las barras, lo que vemos es cómo el tema se convierte en mercancía electoral.
Además, tanto Bullrich como Nestor Grindetti (Presidente de Independiente y actual Jefe de Gabinete de Ministros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), hablan desde una doble moral. Denuncian la violencia en la tribuna, pero callan frente a las violencias cotidianas de una sociedad desigual, la violencia todos los miércoles a los jubilados o incluso las justifican cuando provienen del aparato represivo del Estado. Lo que ocurrió en Avellaneda no se resuelve con más policía, sino cuestionando el modelo de masculinidad que celebra la humillación y el sometimiento como forma de reconocimiento. Como recordaba Hannah Arendt, la violencia aparece allí donde fracasa la política: donde no hay construcción colectiva, donde lo único que queda es imponer por la fuerza. La represión no resuelve la violencia en el fútbol: la multiplica, la alimenta, la convierte en espectáculo mediático y en herramienta electoral.
En este contexto, la AFA anunció la vuelta de las hinchadas visitantes. La medida fue presentada como un gesto hacia la “normalidad” y, sin dudas, puede ser celebrada desde el amor al folklore del fútbol argentino: la rivalidad en las tribunas, los viajes, la identidad compartida. Nadie que sienta el fútbol como parte de nuestra cultura popular puede desear estadios vaciados de esa pasión. Sin embargo, el problema aparece cuando se presenta como una solución en sí misma, sin discutir las condiciones que hacen posible que esa experiencia no termine en tragedia. Reinstalar visitantes sin transformar la cultura del aguante, sin cuestionar las lógicas de sometimiento y sin políticas de cuidado reales, es repetir los errores del pasado. La vuelta de los visitantes puede ser un paso adelante, pero solo si se asume con responsabilidad, con mirada crítica y con un compromiso profundo de transformar las violencias que atraviesan al fútbol y a la sociedad.
Un capítulo aparte merece la cobertura mediática. Buena parte de la prensa trató el episodio como un show morboso: repitió una y otra vez las imágenes de los hombres desnudos, reforzó la idea de “salvajismo” de las hinchadas y redujo el debate a una cuestión de “seguridad en los estadios”. Ese encuadre tiene efectos concretos: estigmatiza a los sectores populares que habitan las tribunas, alimenta el sentido común punitivista y, al mismo tiempo, invisibiliza el problema de fondo. Los grandes medios, en sintonía con el discurso de Bullrich, prefieren hablar de barras como “mafias incontrolables” antes que interrogarse sobre las condiciones sociales y culturales que sostienen esas violencias. Se construye así un relato funcional al rating y a los intereses de los poderes políticos y económicos.
Más allá del fútbol
Autores como Michael Kaufman o Matthew Gutmann han mostrado que los varones, al mismo tiempo que se benefician de un orden patriarcal, también sufren bajo sus mandatos. El mandato de “aguantar” no solo pone en riesgo al rival: exige al propio hincha soportar golpes, represión, cárcel, dolor. La masculinidad se paga caro. Como diría David Gilmore, en muchas culturas ser hombre es algo que se demuestra permanentemente, y quien no lo logra es degradado.
En ese sentido, lo que ocurre en una tribuna no es tan distinto a lo que pasa en la calle, en una fábrica o en una oficina. La lógica es la misma: demostrar hombría a costa de otros, ocupar un lugar de poder mediante la humillación ajena, reforzar jerarquías que terminan reproduciendo violencias en todos los ámbitos de la vida social.

Foto: La Nación
Más que buscar soluciones fáciles –esas que repiten dirigentes que poco entienden de lo que está en juego y del juego también–, vale la pena abrir preguntas:¿Qué modelo de varón se reafirma cuando se obliga a otro a desnudarse y pedir perdón? ¿Qué vínculo existe entre la violencia en las tribunas y las violencias cotidianas entre varones en otros espacios? ¿Podemos imaginar un aguante que no se sostenga en la violencia? ¿Qué pueden aportar los feminismos y los estudios críticos de las masculinidades para transformar estas lógicas?
La transformación de nuestras formas de ser varones, de habitar el poder y de resolver los conflictos es condición indispensable para construir una sociedad menos violenta, más justa y más solidaria. El desafío es animarse a dar ese debate, incluso en espacios donde hasta ahora el silencio y la naturalización parecían inevitables.
Porque si la violencia futbolera es un espejo, lo que devuelve no nos gusta: una sociedad donde el poder se confunde con la humillación, donde la política fracasa y donde los dirigentes prefieren prometer represión antes que interpelar de verdad las raíces culturales del problema. No se trata de demonizar al fútbol ni de criminalizar a los hinchas. Se trata de preguntarnos qué tipo de vínculos queremos construir entre varones, qué modelo de sociedad queremos sostener, qué valores queremos transmitir a quienes vienen detrás. Y allí, quizá, encontremos que el verdadero aguante no está en someter al otro, sino en animarnos a cambiar.