El eco del 2001 reaparece cada diciembre como mito, amenaza y deseo. Sin embargo, las mutaciones del campo popular, la fragmentación del malestar y la estética de la revuelta revelan que ninguna insurrección vuelve igual. ¿Qué imaginarios seguimos arrastrando y qué clima político estamos realmente leyendo?

Los resultados de las elecciones de medio término generaron desconcierto y desazón en el campo popular. El pico de exitismo de septiembre por la victoria local del peronismo, la ofensiva legislativa de la oposición y los escándalos de corrupción del oficialismo, se convirtió en un pico de derrotismo en las nacionales de octubre. La ciclotimia es estimulada por las burbujas informativas y las redes sociales, que convierten esos datos de la realidad en presagios de un estallido inminente. Como escribió Mariana Enríquez hace poco en Página 12, el algoritmo fomenta la exageración y el sensacionalismo. En simpatía con esta tendencia hegemónica, para la generación política que peina canas frente al espejo diciembre trae calor, cortes de luz y esperanzas insurreccionales. ¿Por qué 2001 sigue siendo una balanza para sopesar las luchas del presente más de dos décadas después?
Los decembristas
El 19 y 20 de diciembre se desató la última gran insurrección del pasado reciente, disparadora de un proceso de politización popular que quedó rengo tras la masacre de Puente Pueyrredón seis meses después. La falla sísmica de aquel verano hirió de muerte el esquema bipartidista vigente desde 1983, y abrió la brecha por donde surgieron las corrientes políticas que gobernaron el país los veinte años siguientes. La crisis de 2001 desguazó al centenario partido radical y llevó al peronismo a buscar alternativas al menemismo, fue la partera del kirchnerismo y del PRO.
La falta de identificación de las jornadas decembristas con banderas partidarias las volvieron una efeméride compartida por la izquierda y parte del universo nacional-popular. Su carácter radicalmente autónomo, impugnador de la clase política en su conjunto, provocó una oleada de simpatía inicial en amplios sectores de la sociedad, pero con el tiempo los balances se dividieron.
Para algunas corrientes de izquierda, el 2001 fue un “Argentinazo”, memoria que trazó una continuidad con las insurrecciones de los años 60 y 70. Aunque la sociedad argentina era muy diferente a la que había articulado a estudiantes radicalizados y obreros disciplinados en el pasado, hay algo cierto en ese diagnóstico. La cultura de protesta de los años 90 que cobijó el 2001, a pesar de sus ansias rupturistas, quizás tenía más que ver con el Cordobazo que con las formas de hacer política y los sujetos precarizados del siglo XXI.
Editorial de L. Majul: “El club del helicoptero”
Para el peronismo gestor, dejar atrás el 2001 era saltear la página, pasar del infierno al purgatorio, del corralito y el “que se vayan todos” al retorno de la política y la producción. Para los antiperonistas, el 20 de diciembre fue un golpe de estado ejecutado por el justicialismo bonaerense. A partir de este balance sombrío, el gobierno de Macri y sus medios afines crearon la imagen del “club del helicóptero”, que también es un testimonio de la fragilidad del poder estatal. Finalmente, para muchos que eligieron quedarse en sus hogares, diciembre de 2001 no fue más que saqueo, anomia social y amenazas contra la propiedad, ese sentimiento capaz de unir al usuario de una bicicleta usada con el dueño de un automóvil de alta gama.
1989 / 2001 / 2017
Marx decía que la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Los revolucionarios franceses de 1848 creían poner en acto el guion exitoso del alzamiento de 1789. En la agonía del gobierno de Raúl Alfonsín, con una inflación galopante, el levantamiento militar de diciembre de 1988 fue seguido en enero de 1989 por el asalto al cuartel de La Tablada del Movimiento Todos por la Patria. Parte de los alzados, liderados por el ex dirigente del PRT-ERP Enrique Gorriarán Merlo, habían combatido en la Revolución nicaragüense, y soñaban con llegar a la Casa Rosada en tanques para encabezar una insurrección popular, como en La Habana y Managua. Sin embargo, el operativo fue aplastado por las fuerzas represivas. El pueblo expresó su descontento en abril y mayo a través de los saqueos.
A finales de 2001, con la crisis financiera y la desocupación arriba del 20 %, se acumularon todas las formas de protesta segmentadas en la década anterior. En el espacio de una semana estallaron cacerolazos, saqueos, puebladas, movilizaciones callejeras, y la huelga general de las centrales obreras. A pesar de la convocatoria multisectorial y la presencia militante, la rebelión fue un acontecimiento que rebasó las estructuras, con elementos espontáneos y apartidarios. Fue una insurrección popular que faltó a la clase de Historia, renegó de maestros y dirigentes, aunque recorrió los surcos de experiencias previas. Quizás por eso se agotó en sí misma tras lanzar hacia arriba una explosión resultado de años de tensiones y opresiones. Su impulso reanimó militancias cansadas y creó nuevas, que convergieron en el renacimiento político generalizado de los años 2000.

Archivo Télam: Rendición de los combatientes del MTP, tras el ataque al Regimiento de La Tablada (enero 1989)
La protesta de los jubilados el 13 de diciembre de 2017, con la reforma previsional como articulador multisectorial, fue la última vez que la calle incidió con fuerza en el rumbo del país, marcando el principio del fin del gobierno de Macri. La movilización al Congreso Nacional hizo suspender la sesión por los graves incidentes fuera del Parlamento, y continuó por la noche con cacerolazos de magnitud nacional. Las nuevas jornadas decembristas fueron organizadas a escala por el activismo, y acompañadas por miles de manifestantes que aguantaron la represión. Pero el intento de reproducir artificialmente el estallido del 2001 era síntoma de que el sujeto insurrecto se había retirado.
El arte de la insurrección
En 1928, un equipo de la III Internacional Comunista integrado por Ho-Chi-Minh, Palmiro Togliatti y Miajil Tujachevsky entre otros, publicó con el seudónimo de A. Neuberg un informe sobre estrategia insurreccional. Allí sostenían que la insurrección armada era un arte, y la organización revolucionaria que quisiera llevarla a buen puerto debía seguir las reglas del oficio. El escrito estaba en sintonía con un siglo XX tomado por lo que Alain Badiou definió como “la pasión por lo real”: la certeza voluntarista de poder crear un hombre y una sociedad nuevos a cualquier precio.
Si la insurrección era un arte, se podía armar un recetario con lecciones extraídas del pasado para lanzar la energía de las masas en contra de un régimen. Sin embargo, el fracaso de las rebeliones que siguieron el manual de la Revolución rusa, el auge del fascismo y el triunfo posterior de revoluciones armadas en Cuba, China, Argelia y Vietnam, hicieron gravitar otras concepciones.
¿Qué hacer cuando no hay insurrección, y la clase obrera fabril, de la que en teoría dependía, se integra al sistema o no existe? La respuesta del Che Guevara fue el foquismo: “No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución. El foco insurreccional puede crearlas”. Un pequeño grupo de revolucionarios profesionales, con el simple acuerdo de la lucha armada como método y el socialismo como meta, podía crear la insurrección en condiciones de laboratorio. Franz Fanon, por su parte, encontró que en los países de la periferia colonizada el movimiento obrero era mínimo, burocrático y conservador. La revolución, como parecía mostrar la experiencia argelina, había que hacerla con los rufianes, los desempleados, las prostitutas, los marginados y desclasados, unidos por reivindicaciones nacionales.

Foto: Mural venezolano
Estos nuevos paradigmas dieron vuelta la tradición leninista. Si Lenin era un paciente meteorólogo que interpretaba el clima social preparándose para la insurrección, el Che por el contrario era un hechicero de la lluvia, ansioso por desatar la tormenta revolucionaria. Fanon estaba a mitad de camino, con una sociología de los países periféricos que anticipó la fragmentación y precarización de las clases explotadas actuales.
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No es la idea repasar los paradigmas insurreccionales del siglo XX para romantizar estallidos sociales. Es ubicar en tiempo y espacio el imaginario de la rebelión popular, tensado hacia la foto descolorida de un 2001 que no se puede repetir, a pesar de la semejanza de algunos indicadores.
Los “excluidos” subestimados por la política noventista se convirtieron en el precariado de hoy, contenido por la asistencia social y la economía informal. ¿Por qué con tanto ajuste la sociedad argentina no explota como hace veinte años? A diferencia del pasado, ahora hay un tejido por abajo y por arriba que con Menem y De la Rúa sólo empezaba a ensayarse. Como las insurrecciones son raras y espasmódicas, pero a menudo decisivas, viene bien ser un poco meteorólogos (para saber en qué condiciones la gente sale a protestar o se queda en su casa), y un poco hechiceros de la lluvia (porque la justa crítica al voluntarismo setentista es señal de escasez de voluntad y voluntarios).
El mejor homenaje al 2001 no es el que espera el milagro de una crisis catastrófica, sino el que se prepara para el próximo, aunque nunca vaya a ser el mismo.
